Como epígrafes de un alfabeto indescifrable, la mitad de cuyas letras han sido borradas por el esmeril del viento cargado de arena, así quedaréis, perfumerías, para el hombre sin nariz del futuro. Seguiréis abriéndonos las silenciosas puertas de vidrio, amortiguaréis nuestros pasos en las alfombras, nos acogeréis en vuestro espacio de estuche, sin ángulos, entre los revestimientos de madera laqueada de las paredes, vendedoras y patronas arreboladas y carnosas como flores artificiales seguirán rozándonos con los redondos brazos armados de vaporizadores o con el ruedo de la falda al estirarse de puntas de pies subidas a los taburetes: pero los frascos, las botellitas, las ampollas con sus tapones de vidrio piramidales o facetadas continuarán tejiendo en vano de un anaquel a otro la red de recuerdos consonancias disonancias contrapuntos modulaciones progresiones: nuestras sordas narices ya no captarán las notas de la gama: los aromas almizclados no se distinguirán de los cítricos, el ámbar y la reseda, la bergamota y el benjuí permanecerán mudos, sellados en el calmo sueño de los frascos. Olvidado el alfabeto del olfato que elaboraba otros tantos vocablos de un léxico precioso, los perfumes permanecerán sin palabra, inarticulados, ilegibles.

Una gran perfumería podía suscitar vibraciones muy diferentes en el alma de un hombre de mundo: como en los tiempos en que en los Champs Elysées mi carruaje se detenía con un brusco tirón de riendas delante de una conocida enseña, y yo bajaba precipitadamente, entraba en la galería de espejos dejando caer a un tiempo capa sombrero de copa bastón guantes en las manos de las muchachas que acudían enseguida a recogerlos, y Madame Odile venía a mi encuentro como volando sobre el falbalá: «¡Monsieur de Saint-Caliste! ¿Qué buenos vientos? ¿En qué, decidme, podemos serviros? ¿Una colonia? ¿Una esencia de vetiver? ¿Una pomada para rizar los bigotes? ¿Una loción que devuelva al cabello su verdadero color de ébano? ¿O bien», y pestañeaba acomodando los labios en una sonrisa maliciosa, «es un añadido a la lista de regalos que cada semana mis repartidores entregan discretamente en vuestro nombre, en direcciones ilustres y oscuras desparramadas por todo París? ¿Es una nueva conquista la que estáis por confiar a vuestra fiel Madame Odile?».

Y como yo, agotado por la agitación, callaba y me retorcía las manos, las muchachas empezaban a agitarse a mi alrededor: una me quitaba la gardenia del ojal para que ni siquiera su débil fragancia turbase la recepción de los perfumes, la otra me extraía del bolsillo el pañuelo de seda para que estuviera preparado a absorber las gotas de los muestrarios entre los cuales debía escoger, la tercera me vaporizaba con agua de rosas el chaleco para neutralizar el hedor de cigarro, la cuarta me pasaba una pincelada de laca inodora por los bigotes para que no se impregnaran de las diversas esencias trastornándome las narices.

Y la señora: «¡Ya veo, es una pasión! ¡Hace mucho que me la esperaba! ¡Monsieur no puede ocultarme nada! ¿Es una gran dama? ¿Es una reina de la comedia? ¿De las variedades? ¿O durante una despreocupada excursión al demi-monde habéis resbalado inesperadamente en el sentimiento? Pero ante todo, ¿en qué serie la clasificaríais: es dama de jazminados, de frutales, de penetrantes, de orientales? ¡Dímelo, mon chou!».

Y una de las vendedoras, Martine, me hacía ya cosquillas debajo de la oreja con la yema del dedo mojado en pachulí (y mientras tanto empujaba debajo de mi axila el aguijón de su pecho), y Charlotte me tendía para que lo oliera un brazo perfumado de acacia (en otros tiempos con aquel sistema había recorrido yo un muestrario entero dispuesto sobre su cuerpo), y Sidonie soplaba en mi mano para hacer evaporar la gota de eglantina que había depositado (entre sus labios se asomaban los pequeños dientes cuyos mordiscos yo bien conocía), y otra a quien nunca había visto, una chiquilla nueva (que en mi preocupación apenas rocé con un pellizco distraído) me tomaba como blanco apretando la perilla del pulverizador como invitándome a un duelo amoroso.

«No, Madame, no es eso, a fe mía», logré decir. «¡Lo que tengo que encontrar no es el perfume que se adapte a una mujer que conozco! ¡Lo que busco es la mujer: una mujer de la que sólo conozco el perfume!».

En momentos como ésos es cuando el genio metódico de Madame Odile da lo mejor de sí mismo: sólo un riguroso orden mental permite reinar en un mundo de efluvios impalpables. «Procedamos por exclusión», dijo, poniéndose seria, «¿huele a canela? ¿Contiene algalia? ¿Es violáceo? ¿Es almendrado?».

¿Pero cómo podía describir con palabras la sensación lánguida y feroz que había experimentado la noche anterior en el baile de disfraces cuando mi misteriosa compañera de vals con un gesto indolente había hecho deslizar el chal de gasa que separaba su blanco hombro de mis bigotes y una nube atigrada y flexible me había agredido las narices como si estuviera aspirando el alma de un tigre?

«¡Es un perfume diferente, a fe mía, que no se parece a ninguno de los que me hayáis propuesto jamás, Madame Odile!».

Las muchachas ya trepaban a los anaqueles más altos, se pasaban con precaución frágiles ampollas, las destapaban apenas un segundo como con temor de que el aire contaminase las esencias que custodiaban.

«Este heliotropo», informaba Madame Odile, «sólo lo usan cuatro mujeres en todo París: la duquesa de Clignancourt, la marquesa de Ménilmontant, la mujer del fabricante de quesos Coulommiers y su amante… Este palisandro me llega todos los meses expresamente para la embajadora del zar… Éste es un pot-pourri que preparo por encargo para dos clientas únicamente: la princesa de Baden-Holstein y la cortesana Carole… En cuanto a esta artemisa, recuerdo una por una a las señoras que la han comprado una vez pero no dos: parece que ejerce sobre los hombres una influencia deprimente».

Justamente eso era lo que yo pedía de la precisa experiencia de Madame Odile: dar un nombre a una conmoción del olfato que no lograba ni olvidar ni retener en la memoria sin que se destiñera lentamente. Tenía que darme prisa: también los perfumes de la memoria se evaporan: cada nuevo aroma que me hacían oler, a la par que se me imponía como algo diferente, irreductiblemente alejado del otro, con su prepotente presencia hacía más vago el recuerdo del perfume ausente, lo reducía a una sombra. «No, más agudo… quiero decir, más fresco… no, más denso…». En ese ir y venir por la escala de los olores me perdía, era incapaz de discernir ya en qué dirección debía seguir mi recuerdo, sólo sabía que en un punto de la gama se abría un vacío, un pliegue oculto donde anidaba el perfume que era para mí toda una mujer.

Y no era tal vez así cuando la sabana el bosque el pantano eran una red de olores y corríamos con la cabeza gacha sin perder el contacto con el terreno ayudándonos con las manos y con la nariz para encontrar el camino, y todo lo que teníamos que entender lo entendíamos con la nariz antes que con los ojos, el mamut el puercoespín la cebolla la sequía la lluvia son ante todo olores que se separan de los otros olores, la comida lo que no es comida los nuestros el enemigo la caverna el peligro, todo se siente primero con la nariz, todo está en la nariz, el mundo es la nariz, nosotros los de la horda es con la nariz como sabemos quién es de la horda y quién no, las hembras de la horda tienen un olor que es el olor de la horda, y además cada hembra tiene un olor que la distingue de las otras, entre nosotros entre ellos no hay a primera vista mucho que distinguir todos estamos hechos de la misma manera y además no vas a quedarte ahí mirando tanto, el olor sí el de uno es diferente del de otro, el olor te dice enseguida sin error lo que necesitas saber, no hay palabras ni datos más precisos que los que recibe la nariz. Con la nariz me di cuenta de que en la horda hay una hembra que no es como las demás, no es como las demás para mí para mi nariz, y yo corría siguiendo su huella en la hierba, explorando con la nariz todas las hembras que corrían delante de mí de mi nariz en la horda, así la encontré y era ella la que me había llamado con su olor en medio de todos los olores y así la aspiro toda entera con la nariz aspiro su llamada de amor. La horda se desplaza siempre corre trota y en la carrera de la horda si uno se detiene todos se te suben encima te pisotean te confunden la nariz con sus olores, yo que me he subido encima de ella ahora nos empujan nos tumban se suben todos encima de ella encima de mí todas las hembras me huelen, se interponen todos y todas con sus olores que no tienen nada que ver con aquel olor que olía antes y ahora ya no lo huelo espera que lo busco, busco la pista de ella en la hierba hollada polvorienta, huelo huelo a todas las hembras, ya no la reconozco, me abro paso desesperado en medio de la horda buscándola con la nariz.

Por lo demás ahora que me despierto en el olor de la hierba y mi mano con la escobilla hace zwlan zwlan zwlan sobre el tambor para responder al tlann tlan tlen de Patrick en las cuatro cuerdas, porque creo estar tocando todavía She knows and I know en cambio sólo Lenny bañado en sudor le daba con ganas con las doce cuerdas y una chica de las que habían venido de Hampstead allí debajo arrodillada haciéndole cosas mientras él tocaba ding bong dang iang y todos los otros estaban muertos yo mismo exhausto la batería por el suelo que ni siquiera me había dado cuenta, con la mano trato de poner a salvo los tambores para que no me los desfonden, las cosas redondas que veo blancas en la oscuridad alargo la mano y toco carne por el olor parece carne tibia de muchacha, busco los tambores en la oscuridad que han rodado por tierra junto con las latas de cerveza, junto con todos que han rodado por tierra desnudos en los ceniceros volcados el hermoso trasero tibio al aire y decir que no es que haga tanto calor como para dormir desnudos en el suelo, está bien que somos tantos encerrados aquí dentro desde hace quién sabe cuántas horas pero la estufa de gas hay que meter otros pennies porque se ha apagado y apesta y basta, y yo ido como estaba me despierto con el sudor helado encima toda la culpa de la porquería que nos hicieron aquéllos en ese lugar pestilente allá por los docks con la excusa de que aquí podíamos hacer todo el ruido que quisiéramos toda la noche sin echarnos encima a los habituales policías y total a algún lugar teníamos que ir después de que nos sacaron a puntapiés de aquel sitio de Hammersmith, pero era porque ellos querían tirarse a esas chicas nuevas que nos vinieron detrás desde Hampstead y nosotros no habíamos tenido siquiera tiempo de ver quiénes eran y cómo eran, porque siempre a donde vayamos a tocar nos sigue un montón de chicas, y especialmente cuando Robin ataca Have mercy, have mercy of me se ponen en un estado que enseguida quieren hacer cosas y entonces empiezan todos los demás mientras estamos allí tocando bañados en sudor y yo dándole a la batería hop-zum hop-zum hop-zum, y ellos en el fondo Have mercy have mercy on me ma-am, y así esta noche tampoco hicimos nada con las chicas a pesar de que son groupies de nuestro conjunto y entonces lógicamente tendríamos que tirárnoslas nosotros y no los demás.

Así que ahora me levanto para buscar ese asco de estufa de gas y poner unos pennies para que funcione, camino con las plantas de los pies encima del pelo los traseros las guitarras las colillas las latas de cerveza las tetas los vasos de whisky volcados en la moqueta alguno ha de haber vomitado, es mejor que me ponga a gatas por lo menos veo por donde ando por lo demás no me tengo en pie, así que a la gente la reconozco por el olor, a nosotros con todo el olor que se nos pega encima nos distinguen enseguida de los demás que sólo apestan a hierba asquerosa y a pelo sucio, y las chicas tampoco se lavan demasiado pero sus olores se mezclan un poco con los otros olores un poco los diferencian del resto y cada tanto se encuentran en esas chicas olores especiales que vale la pena oler, por ejemplo en el pelo cuando es ese pelo que no absorbe demasiado el humo y también lógicamente en otros lugares, y así yo iba atravesando oliendo un poco esos olores de chicas dormidas hasta que en cierto punto me detengo.

Digo es difícil oler realmente el olor de la piel de una chica especialmente cuando somos tantos amontonados y sin embargo yo siento allí debajo de mí una piel de muchacha seguramente blanca, un olor blanco con la fuerza especial del blanco, un olor ligeramente moteado de piel probablemente pigmentada de pecas delicadas tal vez invisibles, una piel que respira como los poros de las hojas el césped, y todo el hedor que había en torno permanece a digamos dos centímetros de distancia de esta piel o tal vez sólo milímetros, porque yo entretanto me pongo a aspirar por todas partes esa piel de ella que duerme con la cara escondida en los brazos, el pelo tal vez pelirrojo largo sobre los hombros sobre la espalda, las largas piernas estiradas frescas en la taza detrás de las rodillas, ahora sí que respiro y sólo la huelo a ella, y ella que ha de haber olido durmiendo que la estoy oliendo no se opondrá porque se alza sobre los codos siempre con la cara gacha y yo de la axila paso a oler cómo es abajo el pecho hasta en la punta, y como me he puesto lógicamente un poco a caballo me resulta oportuno empujar en la dirección en que me siento gratificado y en que siento que también ella se siente gratificada y así medio dormidos es posible encontrar el modo de ponernos para estar de acuerdo sobre cómo ponerme yo y cómo ponerse ella óptimamente ahora.

El frío que entretanto no habíamos sentido lo sentimos después y recuerdo que iba a meter los pennies en la estufa y me levanto me separo de la isla de su olor continúo mi travesía en medio de los cuerpos desconocidos en medio de olores incompatibles y hasta repulsivos, busco en las ropas de los otros a ver si encuentro unos pennies, busco la estufa siguiendo el hedor de gas y la pongo en marcha más pestilente que nunca, busco la letrina siguiendo el hedor de letrina y orino temblando en la luz gris de la mañana que se filtra por la ventanilla, vuelvo a la oscuridad al encierro a la respiración de los cuerpos, ahora tengo que atravesar de nuevo para encontrar a la chica de la que no conozco nada más que el olor, es difícil buscar en la oscuridad pero aunque la viese cómo hago para saber si es ella no conozco nada más que el olor, voy así olfateando los cuerpos tendidos en el suelo y uno me dice fuck off y me da un puñetazo, este lugar es extraño parecen tantas habitaciones con tantas gentes tendidas dentro, pierdo el sentido de la orientación, nunca lo tuve, estas chicas tienen otros olores, algunas podrían muy bien ser ella sólo que el olor ya no es aquél, entretanto Howard se ha despertado y ya está allí con el bajo que vuelve a empezar Don’t tell me I’m through, a mí me parece que ya di toda la vuelta y ella dónde se ha metido, en medio de todas esas chicas que empiezan a verse en la luz que entra, pero lo que quiero oler no lo huelo, estoy aquí dando vueltas como un idiota y no la encuentro, Have mercy, have mercy of me, paso entre piel y piel buscando esa piel perdida que no se parece a ninguna piel.

Para cada piel de mujer hay un perfume que exalta su perfume, la nota de la gama que es al mismo tiempo de color y sabor y olor y suavidad, y así el placer de pasar de una piel a otra puede no tener límite. Cuando las lámparas de los salones del Faubourg Saint-Honoré iluminaban mi llegada a las fiestas de gala, la nube punzante de los perfumes de los escotes bordados de perlas me arrastraba, sobre el suave fondo de rosa búlgara se alzaban punzadas de alcanfor que el ámbar hacía adherir a los vestidos de seda, y yo me inclinaba a besar la mano de la duquesa du Havre-Caumartin respirando el jazmín que flotaba sobre la piel ligeramente linfática, y tendía el brazo a la condesa de Barbès-Rochechouart que me cautivaba en el efluvio de sándalo en que estaba como envuelta su compacta carnación morena, y ayudaba a la baronesa de Mouton-Duvernet a liberar los hombros de alabastro de la capa de nutria y me asaltaba una bocanada de fucsia. Bien sabían mis papilas poner un rostro a aquellos perfumes a los que ahora Madame Odile me hacía pasar revista destapando las botellitas de color ópalo: al mismo ejercicio me había entregado ya la noche anterior en el baile de máscaras de la Orden de los Caballeros del Santo Sepulcro: no había nombre de gran dama que no adivinara debajo de la máscara bordada. Hasta que apareció ella, con un antifaz de raso, un velo sobre los hombros y el pecho, a la andaluza, y en vano me preguntaba yo quién era, en vano rozándola en el baile más de lo permitido confrontaba mi memoria y aquel perfume jamás imaginado antes, que contenía el perfume de su cuerpo como una ostra la perla. Yo no sabía nada de ella pero me parecía saberlo todo en aquel perfume, y hubiera querido un mundo sin nombres en el que aquel solo perfume bastara como nombre y como todas las palabras que podía decirme: ese perfume que sabía ahora perdido en el fluido laberinto de Madame Odile, evaporado en la memoria, tanto que no podía evocarlo ni siquiera recordándola cuando me siguió al invernadero de las hortensias. Bajo las caricias parecía dócil, por momentos, y por momentos violenta, llena de uñas. Se dejaba descubrir partes escondidas, explorar la intimidad de su perfume, con tal de que no le alzara el antifaz del rostro.

«¿Por qué tanto misterio, finalmente?», exclamé exasperado. «¡Decidme dónde y cuándo podré volver a veros, es decir: veros!».

«¡No lo hagáis, Monsieur!», me respondió. «Una amenaza pesa sobre mi vida. Callad: ¡ahí está!».

En el espejo estilo Imperio había aparecido una sombra encapuchada en un dominó violeta.

«Debo seguir a esa persona», dijo la mujer. «Olvidadme. Alguien ejerce sobre mí poderes abominables».

Y antes de que yo pudiera decirle, «¡Confiad en mi espada!», se había alejado precediendo al dominó violeta que dejaba en la multitud de las máscaras una estela de tabaco oriental. No sé por qué puerta consiguieron desvanecerse; los seguí inútilmente, e inútilmente acosé con preguntas a los conocedores del tout-Paris. Sé que no tendré paz mientras no encuentre la huella de aquel olor enemigo y de aquel perfume amado, mientras uno no me haya puesto sobre la huella del otro, ya que el duelo en que abatiré a mi enemigo no me dará el derecho de arrancar la máscara que me esconde ese rostro.

Hay un olor enemigo que me viene a la nariz cada vez que me parece haber encontrado el olor de la hembra que estoy buscando en la pista de la horda, un olor enemigo que se mezcla al olor de ella, y descubro los dientes incisivos caninos premolares y ya estoy lleno de rabia, recojo piedras arranco ramas nudosas, si no consigo encontrar con la nariz el olor de ella ojalá tuviera por lo menos la satisfacción de descubrir a quién pertenece ese olor enemigo que me pone rabioso. La horda tiene bruscos cambios de dirección cuando toda la corriente se te echa encima, y de golpe siento que un garrotazo en el cráneo me hace dar con las quijadas por tierra, un pie me pisotea el cuello y reconozco con la nariz al macho enemigo que ha reconocido en mi cuerpo el olor de su hembra y trata de acabar conmigo sacudiéndome contra la roca, y yo reconozco en su cuerpo el olor de ella y me lleno de furor me levanto le doy un mazazo con todas mis fuerzas hasta que siento el olor de la sangre, le salto encima con todo mi peso le machaco el cráneo con lascas de pedernal rocas vivas quijadas de alce punzones de hueso arpones de cuerno, mientras todas las hembras nos rodean en círculo y están esperando a ver quién gana. Es evidente que soy yo el que ha ganado, me levanto y avanzo balanceando los brazos en medio de las hembras pero no encuentro la que busco, cubierto de polvo y de sangre no huelo bien los olores, da lo mismo que me incorpore sobre las piernas y camine un poco con los pies.

Algunos han tomado esta costumbre de caminar sin apoyar nunca las manos en el suelo y hasta consiguen andar rápido, a mí me da vueltas la cabeza y alzo las manos para agarrarme a las ramas como cuando estaba todo el tiempo subido a los árboles, pero después me doy cuenta de que consigo mantener bien el equilibrio aun desde allá arriba, el pie se arrellana sobre el terreno y las piernas se adelantan aunque no doble las rodillas. Con la nariz suspendida aquí arriba en el aire las cosas que sin duda se pierden son muchas: datos que puedes obtener oliendo la tierra con todas las huellas de las bestias que han pasado por allí, oliendo a los otros de la horda especialmente a las hembras. Pero en cambio hay otras cosas: la nariz más seca que siente olores lejanos traídos por el viento las frutas de los árboles los huevos de pájaro en los nidos. Y los ojos ayudan a la nariz, aferran las cosas en el espacio, las hojas del sicómoro, el río, la franja azul del bosque, las nubes.

Por último salgo a respirar la mañana la calle la niebla, no se ven más que los cubos de la basura con espinazos de pescado latas medias de nailon, en la esquina está abierta la tienda de un pakistaní que vende ananás, llego a un muro de niebla es el Támesis. Desde el parapeto mirando bien se ve la sombra de los habituales remolcadores se huele el fango habitual la nafta, más allá empiezan las luces y el humo de Southward. Y yo doy cabezadas en la niebla como acompañando aquel acorde de las guitarras en In the morning I’ll be dead que no se me va de la cabeza.

Salgo de la perfumería con un dolor de cabeza lancinante, quisiera precipitarme a la dirección de Passy que le he arrancado a Madame Odile entre muchas oscuras alusiones y conjeturas, pero grito al cochero: «¡Rápido, al Bois, Auguste, y a buen trote!». Y apenas el faetón se mueve, respiro profundamente para liberarme de todos los efluvios que se me han mezclado en el cráneo, saboreo el olor de cuero de los asientos y de los arneses, el hedor del caballo de su estiércol de su orina humeante, vuelvo a oler los mil olores solemnes o plebeyos que vuelan en el aire de París, y sólo cuando los sicómoros del Bois de Boulogne me sumergen en la linfa de su follaje y el riego de los jardineros levanta del trébol el olor de tierra, doy orden a Auguste de doblar hacia Passy.

La puerta de la mansión está semicerrada. Hay gente que entra, hombres con sombrero de copa, mujeres veladas. Ya en el vestíbulo me llega un pesado olor de flores, como de vegetación corrompida; penetro entre las velas de cera que arden las cestas de crisantemos los cojines de violetas las coronas de asfódelos, en el ataúd abierto, tapizado de raso, no puedo reconocer el rostro cubierto de un velo y envuelto en vendas como si en la descomposición de las facciones su belleza siguiera rechazando la muerte, pero reconozco el fondo, el eco del perfume que no se parece a ningún otro, fundido ahora con el olor de muerte como si hubieran sido desde siempre inseparables.

Quisiera interrogar a alguien pero son todas personas desconocidas, tal vez extranjeros; me detengo junto a un hombre viejo cuyo aire es el más extranjero de todos, un señor de cara olivácea, con un fez rojo y frac negro, recogido al lado del ataúd; digo en voz baja pero claramente, sin dirigirme a nadie: «Y decir que a medianoche bailaba y era la más hermosa de la fiesta…».

El hombre del fez no se vuelve y dice en voz baja: «¿Pero qué estáis diciendo, señor? A medianoche estaba muerta».

Así de pie con la nariz al viento llegan signos menos precisos pero más cargados de sentidos y sospechas, signos que quizá cuando tienes la nariz pegada al suelo te niegas a recoger, te vuelves hacia otro lado, como ese olor que viene de las rocas del barranco donde los de nuestra horda arrojamos las bestias despedazadas, las tripas podridas, los huesos y donde los buitres planean en círculo. Y el olor que seguía se ha perdido allá abajo, y de allá según sople el viento sube junto con el hedor de los cadáveres destrozados el aliento de los chacales que los despedazan todavía calientes la sangre que se seca al sol sobre las rocas.

Y cuando vuelvo arriba a buscar a los demás porque me parecía que se me había despejado un poco la cabeza en la niebla, y que tal vez ahora sería capaz de encontrarla de entender quién era, y en cambio allá arriba mira ya no queda nadie, quién sabe cuándo se fueron mientras yo había bajado al Embankment, todas las habitaciones están vacías con las latas de cerveza y mis tambores, y la pestilencia de la estufa se ha vuelto insoportable, y doy la vuelta por todas las habitaciones y hay una que está cerrada, precisamente la de la estufa que pierde y se huele tan fuerte por las claraboyas de la puerta que da náuseas, y empiezo a darle empellones con el hombro hasta que la puerta cede, y dentro todo está lleno de gas negro espeso asqueroso desde el pavimento hasta el cielo raso, y en el pavimento lo que veo antes de retorcerme en una crisis de vómito es la forma blanca larga tendida con la cara escondida en el pelo, y al sacarla tirando de las piernas rígidas siento su olor dentro de aquel olor asfixiante, su olor que trato de seguir y distinguir en la ambulancia en el servicio de urgencia en los olores de desinfectantes y de eso que escurre de las mesas de mármol de la morgue e impregna el aire especialmente cuando afuera el tiempo es húmedo.